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Graná

El compañero Ilis nos trae el relato del viaje que realizó a Granada en el año 2012.

Cuando se vuelve a Graná, urge alcanzar la Sabika (colina coronada por la Alambra). La colina
atrae como un imán. Cuesta de Gomérez arriba, sorteando turistas, souvenirs y restaurantes
más o menos típicos y una vez cruzadas las avenidas de las Alamedas y de los Alixares, se
llega hasta las puertas del Generalife. Hay que pararse ante ellas sin traspasarlas para
admirar la ciudad a los pies.

Hay buenos motivos para hacerlo, lo que desde allí se ofrece es un regalo para la vista: las
estrechas calles del entramado urbano; los miradores desde donde se contemplan la Alambra
y el Albayzín; la imponente Sierra Nevada.

Lo que se contempla justifica sobradamente aquellos versos:
“Dale limosna, mujer,
que no hay en el mundo nada
como la pena de ser
ciego en Granada”
Es cierto, pero Graná es también sonido. No hay más que poner el oído atento. Entonces las
calles, palacios y jardines hablan de una ciudad que nació mora y, contra su voluntad, acabó
cristiana (nunca se respetaron las capitulaciones de su rendición).
Por encima de todos los sonidos, el incesante rumor del agua. Según el Corán, en el paraíso
hay “pabellones bajo los que fluye el agua de los cuatro ríos de la vida” y esos ríos fueron los
que quiso construir el alarife (arquitecto en árabe) de ahí Generalife (jardín del arquitecto)
aprovechando el agua de la vecina Sierra Nevada.

Graná parece estar presidida por el agua, no hay plaza sin la fuente que te sorprenda, y por si
fuera poco, dos ríos, el Darro y el Genil, que suman sus voces al rumor cantarín de múltiples
caños.
La misma voz del agua que nos recibe en el Generalife se volverá a escuchar mientras se
pasea por la Carrera del Darro, antes de que éste desaparezca bajo la Plaza Nueva. El río
también habla trayendo viejas leyendas junto al Bañuelo (antiguos baños árabes), agita
jirones de historia en el convento de Santa catalina de Zafra y se estremece con la frustrada
historia de amor que se vivió en la casa del Castril, hecha piedra con la inscripción
“esperándola en el cielo” sobre uno de sus balcones. Y la misma voz, a orillas del Genil, en la
ciudad nueva, en torno a la basílica de la Virgen de las Angustias.

En la cima del cerro del Sol, entre la frondosidad del Generalife. Los muchos canalillos que
llevan el agua desde la Acequia Real hasta fuentes y surtidores, son los responsables de que
los jardines hayan olvidado que nacieron como tierras de cultivo en torno al palacio de verano
de los reyes nazaríes, mostrando orgullosos una cuidada vegetación.

Hay pocas experiencias tan gratificantes como la de dejarse llevar por el rumor del agua, con
la vista perdida entre los infinitos verdes de álamos y arrayanes. El Generalife está hecho
para pasearlo, para perderse por los senderos, pabellones y porticos que conducen al Patio de
la Acequia donde el túnel de surtidores hace verdad las palabras de Lorca “Allá arriba, en el
Generalife, Granada sufre una pasión por el agua”.

Así, sin abandonar el curso del agua, se cruza la Cuesta del Rey Chico para entrar en el
recinto de la Alambra, donde patios, surtidores y salones dejan sentir su acento andalusí. Ni
Carlos V, en lo que, sin duda, fue un acto de soberbia, cuando levantó allí su residencia con
materiales arrancados de otros pabellones, logró acallar esa voz.

Reconstruida en diversas ocasiones, superviviente de varios incendios, abandonada durante
siglos, la Alambra sigue sorprendiendo, desconcertando y conmoviendo por la belleza de sus
artesonados, los juegos de luz que se filtran entre las celosías o el estallido de color de sus
cerámicas. Y sorprende mucho más cuando se piensa cómo esta pequeña ciudad regia, un
conjunto de edificios construidos con materiales pobres y encerrados dentro de un entorno
militar amurallado, ha sobrevivido a tantas y tan adversas pruebas.
En los ventanales del Salón de Comares, una inscripción en caligrafía cúfica reza “Mi dueño
Yusuf me ha cubierto ¡Alá lo proteja! Con galas de esplendor y arte perfecto” Y reza bien,
pues la ornamentación enmascara la pobreza de los materiales de construcción que subyace
bajo ella. De este modo, arabescos, macárabes y caligrafías transforman la piedra y el ladrillo
de la Alambra en autentica obra de arte. Todo se ajusta a la creencia islámica de que la
belleza no es otra cosa que la evidencia de la infinita bondad del Creador.

La luz, las texturas, las delicadas penumbras, los brillos, conforman en la Alambra tado un
universo. La escenografía que dibujan desubica al visitante envuelto en el anacronismo del
continuo trasiego de visitantes de todas las nacionalidades.
Así es la Alambra, un paseo entre arquerías, mosaicos, macárabes y estanques que ejercen de
espejos y devuelven la imagen casi irreal de los edificios. Cuando la Torre de Comares se
refleja en el lago del patio de los Arrayanes, disimula su piedra desnuda. Cuando uno entrevé
la fuente central del Patio de los Leones, enrcerrada entre 124 columnas de mármol blanco,
cree estar inmerso en un espléndido decorado dibujado por el agua, que discurre desde la
pileta central siguiendo una serie de acequias. Poesia pura este Patio de los Leones. Por lo
que encierra y por los versos de Ibn Zamrak que adornan sus paredes:
“Líquida plata que se desliza entre joyas,
blancura y transparente belleza que no tiene igual.
Agua y mármol se confunden a la mirada,
Y no sabemos cuál de los dos corre veloz”

No se podría definir de mejor manera el constante juego entre la verdad y la mentira, la
realidad y el ensueño, que supone deambular por el recinto de la Alambra. La suntuosidad de
la Sala de Abencerrajes contrasta con la castrense desnudez de la Torre de la Vela, sobre la
muralla. La luz que inunda los parios de los Arrayanes, de Machuca o de Comares, se
contrapone a la penumbra que reina en la Sala de los Mocárabes. Y así hasta el infinito.
La pirueta final, la más rotunda, llega cuando uno se encuentra entre el fuego cruzado de la
Graná árabe y la cristiana, personificada en la mole renacentista del Palacio de Carlos V. La
sólida fachada y la redondez de su patio circular hacen olvidar la delicadeza del mundo árabe
y advierten que todavía hay otra Graná por escuchar.
Antes de dejar el recinto amurallado, la vista se fija en el barrio del Albaycín, fundado por
aquellos moros huidos de mi pueblo y su vecino (Úbeda y Baeza) allá por el 1227 ante el
avance de las tropas de Fernando III de Castilla, ellos fueron los que hicieron del Albaycín uno
de los núcleos más poblados y ricos de la Graná musulmana. Hoy el barrio, becino del
Sacromonte, núcleo gitano por excelencia, encierra la esencia de la era mora. Por sus muros
asoman árboles centenarios; por las rejas de sus ventanas escapa el rumor de fuentes;
antiguas mezquitas se esconden tras campanarios cristianos, y el empedrado de sus calles
denota que fueron hechas para caballerías y no para turistas.

Como en su día Úbeda y Baeza, también cayó Graná: Dos siglos después con los Reyes
Católicos aprovechando las divisiones de la corte nazarí proclamándola “La Perla más
preciada de su corona”. Entonces llegó el momento de demostrar donde estaba el poder y
trabajar por hacer de Graná la ciudad más castellana de las ciudades andaluzas.
Las mezquitas se convirtieron en iglesias; los minaretes, en campanarios; la antigua Madraza
(casa de estudios) fue Casa de Cabildos; el Corral del Carbón (lugar de descanso de
mercaderes) en Corral de Comedias. Y se añadieron nuevos edificios: como el bellísimo
Hospital Real para el cuidado de peregrinos y enfermos, el Monasterio de San Jerónimo. La
transformación fue tan profunda que hoy, las dos vías principales de la ciudad no recuerdan
en nada su pasado islámico sino que se llaman Gran Vía de Colón y calle de los Reyes Católicos.

Esta Graná cristiana es la ciudad que fraguó una reina, Isabel I de Castilla, decidida a hacer
de la ciudad su territorio, plantando sus reales en el núcleo urbano y, para rematar su obra,
mandó construir la catedral donde se alzaba la mezquita real. Aunque ella no la vio
concluida, el resultado impone por sus dimensiones y por ser una obra maestra del
Renacimiento que sobrecoge por su decoración y por la magnificencia de su capilla mayor con
sus 45 m. de altura.
Pese a todo, nada comparable a la Capilla Real, adosada a la catedral donde los nuevos reyes
dispusieron su enterramiento, el de su hija Doña Juana y su marido Felipe el Hermoso.
Fachada plateresca, interior gótico y magnificencia en los cenotafios reales. Todo lo contrario
de la cripta, limitada a la parquedad de los 4 féretros, sin más atributos que los escudos de
castilla y Aragón sobre los mantos de terciopelo que los cubren.
Aún queda una Graná por descubrir. Es la ciudad moderna que sorprende por la capacidad de
aunar pasado y presente; entre la ciudad-museo y la capital moderna y activa. Lo mejor de
esta ciudad moderna es la forma en que sus barrios modernos se enfrentan a los más
tradicionales y el mimo con que sus gentes la tratan. Se aprecia en el Paseo de los Tristes
heredado de cuando en el lugar se realizaban los duelos ( hoy su nombre oficial es el de
Cuesta del Chapiz), allí, artistas e intelectuales están remodelando sus casas antiguas
manteniendo la fisonomía arquitectónica de la ciudad.

Está también la ciudad bulliciosa de sus universitarios, más evidente en el entorno de la calle
Pedro Antonio de Alarcón y la Plaza del Gran Capitán, donde se concentral los bares de tapas,
junto al Campo del Príncipe o las teterías de la calle Elvira.
En la despedida ya sólo nos quedaría recordar las palabras de Lorca recordándonos que atrás
queda Graná:
“la de las torres viejas y del jardín callado,
la de la yedra muerta sobre los muros rojos,
la de la niebla azul y el arrayán romántico”
Por la vida, Ilis
P.D.- Lamentamos el tocho pero no había manera de resumir

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